Operación Juan Pan
Día a día recibo cualquier cantidad de cartas en donde me piden que diga cómo vamos a salir de esta pesadilla, claro que día a día se me van uniendo nuevos lectores que no han venido leyéndome desde que comencé este apostolado -- el cual ya pesa mucho sobre mis hombros y los de mi familia -- por lo que no han venido siguiendo mis cotidianos escritos donde me he ido refiriendo, en mayor o menor intensidad, al caso que tanto preocupa a mis lectores. Dos o tres “alertas” atrás envié uno titulado “El Problema No Es Salir de Chávez”, donde más claro no pude haber sido… aunque advierto, todavía seré más claro en los días por venir.
Es tremendamente importante decirles a mis lectores -- para poder seguir durmiendo medianamente tranquilo -- que entiendan que yo no tengo la verdad absoluta. Tal vez mi pecado sea saber comunicarme por esta vía con aparente claridad y eso produce cierta credibilidad, pero – responsablemente – les pido a mis lectores y lectoras, que me lean como parte de una gama de opciones que tiene este pueblo, no como una infalible fórmula que no requiere de cuestionamiento alguno.
Dije lo anterior porque hoy voy a tocar un tema que he venido evadiendo desde hace mucho tiempo pero que en honor a tantas cartas que he recibido, debo comentarlo de una vez y para siempre. Un tema que me produce cualquier volumen de carga de ansiedad y emocional, porque me toca muy directamente por ser padre de dos niños chiquitos de la segunda tanda de amor que tuve con mi mujer… y por haber vivido en carne propia y directamente los efectos de la “OPERACIÓN PEDRO PAN”, que como ya todos ustedes saben se implementó en Los Estados Unidos para recibir a los niños cubanos que al principio de la década de los sesenta eran enviados a ese país sin sus padres, en previsión a una ley que se decía entonces cerraría las fronteras a los niños menores de 15 años o a los menores de edad en general o qué-sé-yo-ya-qué-cosa, porque en verdad hay eventos de mi vida que mi mente los ha bloqueado por tratarse de terribles pesadillas.
Desde hace un tiempo está rodando por la Internet el “run-run” que el gobierno venezolano intenta proponer una ley en la cual se contempla prohibir la salida del país a niños menores de edad sin un permiso específico del Instituto Nacional del Menor (INAM). Es decir, se está repitiendo la historia de Cuba donde se aseguraba lo mismo, lo que produjo entonces una estampida de niños -- algunos de ellos tan chiquitos como de 10 años -- que eran sacados del país por sus padres, en total desesperación, pues preferían verlos lejos antes de quedarse encerrados para siempre en la muy particular isla-prisión de Fidel Castro Ruz, un monstruo que hoy está a punto de adueñarse de esta tierra tan hermosa que tiene, para colmo, nombre de mujer bonita: ¡Venezuela!
Voy a decirles qué pasó en Cuba y si cometo algún error en fecha (u otro error), me van a perdonar, pero han pasado 40 largos años, durante los cuales mi vida transcurrió en una total felicidad, bailando con la Billo y Los Melódicos, asistiendo a los partidos de pelota entre Caracas y Magallanes… pasando mis vacaciones en Morrocoy y en La Gran Sabana, asistiendo a las ya añoradas ferias de caballos de paso, enamorándome de venezolanitas y cubanitas lindas, brincando en discotecas como La Eva, The Flower, La Jungla, El Faro (yo no era de los que iban a “La Lechuga”) y cuando me le podía colear al Catire Domínguez, en el Le Club… comiendo bien en “El Padrino”, desayunándome todos los primeros de enero en el Hotel Tamanaco, aprendiendo a manejar en la Auto Escuela Rossini, jugando ajedrez por las noches en El Gran Café de Sabana Grande y bajando todos los fines de semanas a Playa Azul. Todas estas cosas buenas -- y muchísimas más que mi corazón ha archivado -- me han hecho olvidar gran parte de lo verdaderamente doloroso en mi vida, entre lo que se encuentra todo lo relacionado con los niños de la “Operación Pedro Pan”, algunos de ellos mis amigos y otros – incluso – mis familiares.
Llegué desde Venezuela a la ciudad de Spokane, en el estado de Washington, un 29 de septiembre de 1965, cuando acababa de cumplir los 15 años. Mi tío José Manuel, catedrático de la Universidad de Withworth en aquella preciosa ciudad del extremo noroeste de los Estados Unidos, me había conseguido una familia norteamericana, campesina, no muy culta, endemoniadamente trabajadora y con un corazón más grande que el universo, que estaba dispuesta a aceptarme como un “foster child”. Han pasado 37 años y todavía considero a la Familia Losh como mi familia “americana” y a Mark y Sharon como mis hermanos “americanos”. Allá tengo sobrinos y hasta sobrinos-nietos, todos “americanos”.
Mi estadía con los Losh fue intensamente feliz y ni viviendo mil vidas más podría pagarles a esos campesinos sanotes e ingenuos todo lo que me enseñaron y lo mucho que me quisieron… y me quieren. En los días del terremoto del 67 estaba yo trabajando en el campo recogiendo heno, uno de los trabajos físicos más duros que he hecho en mi vida. Aquel sábado por la tarde (tomando en cuenta la diferencia de horario), Beverly -- mi mamá “americana” -- se presentó en el campo de alfalfa para decirme que Caracas había sufrido un terremoto de altísima intensidad y había miles de muertos. Cuando se recogen las pacas de heno del campo, se comienzan las tareas a las 6 de la mañana y se continúan hasta las 10 de la noche, hora en que todavía hay luz solar en esa parte del globo terráqueo. Aquella tarde dejamos todos de trabajar en honor a mi dolor y corrimos a la casa a intentar hacer contacto telefónico con mis padres cubanos.
Pasaron dos días antes de que llegara el telegrama de mi familia en el que me decía que estaban todos bien. Durante ese lapso de incomunicación -- producto del despelote que existía en la CANTV de entonces, aunado al congestionamiento de las líneas y a que mis padres se estaban quedando en la quinta de unos amigos pues temían regresar al Pent House del Edificio Rubén Darío en la Av. Vollmer con Galipán de San Bernardino -- mi vida era un verdadero caos. Gracias a la falta de tacto que genera la más profunda sinceridad, mi mamá “americana” – en un intento por consolarme – me dijo que si algo le sucedía a mis padres, ellos no dudarían un solo segundo en adoptarme. Ahí se me derrumbó el mundo.
Pero mi vida y experiencia con la familia Losh tuvo un comienzo y un final muy feliz. Yo no era parte de la “Operación Pedro Pan”. Mis padres ya tenían una cierta posición económica que me permitía pasar algunas navidades o veranos en Caracas. Hablábamos semanalmente por teléfono, recibía cartas… paquetes, fotos y hasta “Torontos” desde Venezuela. Los niños de “Pedro Pan”, no.
A la ciudad de Spokane había llegado un contingente de esos niños que salieron de Cuba sin sus padres, entre ellos mi prima y quien hoy es mi primo político, Archie Prieto, casado con mi prima Carmencita quienes viven muy sabrosamente – ya abuelitos -- en San Juan de Puerto Rico y gracias a ese pueblo hermano que quiso y quiere a los cubanos dignos tanto como el venezolano.
Aquellos niños eran separados de sus padres en el aeropuerto de La Habana y entregados a una persona extraña que los entregaría en Miami a otras personas extrañas que a su vez se encargaría de “distribuirlos” a familias extrañas que se encontraban disgregadas a lo largo y ancho de un muy extraño territorio norteamericano, donde escucharían un extraño idioma y serían afectados por extrañas costumbres y un muy extraño clima donde podrían levantarse en la oscuridad para ir a un extraño colegio sin ventanas y regresar en la oscuridad, a las 4 de la tarde, a una casa cerrada con una calefacción a todo dar. Ojo, no por tratarse de seres extraños estaban exentos de amor. Todo lo contrario. Nadie se anota en una “operación” tan triste -- como la de “Pedro Pan” -- si no es motivado por un profundo amor. Pero eran unos niños acostumbrados a todo lo bueno que recibían de sus padres, incluyendo el último adiós del día, cuando se nos enseñaban las oraciones que tanto nos confortaban durante los primeros minutos de soledad de cada noche, tras recibir el beso que nos separaría de nuestras madres hasta el día siguiente cuando éramos despertados por ellas con un jugo de naranja frío y dulce en sus manos... otro beso y más apuchurramientos hasta que recibíamos el ánimo necesario para comenzar el nuevo día en un mundo que era el nuestro.
Como podrá entender el lector, escribir sobre este tema me produce un desgarrador dolor que solo puede ser superado por la necesidad y la obligación de comunicarme con ustedes en un intento por contestar las cartas que con tanta angustia me han enviado cientos de mis amigos cibernéticos que de alguna forma confían en mi criterio. Pero no se olviden de Ale y Kiki, nuestros dos chiquiticos lindos y de nuestras almas, quienes tienen hoy once y nueve años de edad. No se olviden tampoco que yo viví en la casa de al lado de la “Operación Pedro Pan” y que el ser humano tiene como defensa bloquear los recuerdos que le son insoportables.
¿Fue acertado enviar a nuestros niños cubanos íngrimos y solos al exilio? Sí y no. Sí, si nos situamos en aquellos días de total y absoluta desesperación, donde los padres pensaban que el estado comunista les iba a quitar la patria potestad y los llevarían a campos de concentración donde serían adoctrinados. Sí, si nos ubicamos en el tiempo y recordamos que se decía que nuestros hijos varones serían retenidos hasta que cumplieran sus misiones internacionalistas en un ejército que enviaba a la muerte o a la mutilación a lo mejor de la población cubana, en las guerras de unos “hermanos” que nada, ABSOLUTAMENTE NADA, tenían que ver con Cuba.
Pero al final no todo lo que se pensaba que iba a suceder sucedió. Esto hay que decirlo con mucha responsabilidad. Cuánto no quisiera yo poder decir que los niños cubanos eran arrancados de los brazos de sus padres para ser enviados a Mongolia por el resto de sus días y así meterles el miedo necesario para que mañana salgamos a las calles a dar nuestras vidas para derrocar este régimen que hoy quiere hacer lo mismo que hicieron sus socios en Cuba. Pero no. No podemos manipular a un pueblo con un asunto tan delicado y sensible como éste. De todas maneras, apartando este tópico, ya hay suficientes razones para salir a las calles – ESTA MISMA TARDE – y dar la vida si fuese necesario por la recuperación de Venezuela, porque el horror que nos viene encima es tan atroz y macabro, que no hace falta seguir metiéndole miedo a la gente.
En realidad lo que el pueblo cubano temía con respecto a la prohibición de salida de la isla, fue superado – con creces -- por los hechos. Se pensaba que no iban a dejar salir a los niños y al final NO DEJARON SALIR A NADIE. Claro que Castro nos tenía a todos montados sobre una montaña rusa, pues un día decía que quien se quisiera ir de Cuba se fuera y a los días cerraba otra vez la salida. Tal vez era una táctica para ir conociendo quiénes éramos “gusanos”. Ese tira-y-encoge no creo que tenga utilidad alguna en Venezuela, porque aquí con el “Firmazo” el régimen sabrá quién es quién con tan solo introducir el número de nuestras cédulas en el CD del Consejo Nacional Electoral… y con los años simplemente sabrá que TODOS somos “escuálidos”.
¿Qué terminó sucediendo con los niños de “Pedro Pan”? Muchos tuvieron finales felices. Al cabo de los años sus padres salieron de Cuba y se produjo la ansiada reunificación familiar. Otros, lamentablemente, pagaron el precio de una atroz y prematura separación. Las historias felices no se cuentan, las horripilantes, sí.
Hay que entender que estos niños llegaban a los 10, 12, 14 años a una casa “americana” en el fin del mundo, por allá donde el sol cuando sale en el invierno es meramente decorativo. Los hogares escogidos pertenecían a familias más o menos pudientes, con un estándar de vida tal vez hasta superior al cual pertenecía la familia cubana del niño recibido. Con el pasar de los años iban perdiendo el idioma. Las cartas comenzaban a distanciarse en el tiempo. Los niños iban borrando de sus mentes las caras de sus padres y se iban acostumbrando a sus familias “americanas”. En algunos casos pasaron cinco y seis años antes de que se produjera la reunificación familiar. Demasiado tiempo en la vida de un niño durante la etapa más importante de su formación.
Cuando al fin comenzaron a llegar los padres cubanos, algunos salían de Cuba en la más absoluta indigencia. Muchos de ellos no sabían hablar inglés, por lo que les era imposible comunicarse con sus hijos que habían olvidado el español. Venían a sacar a los ahora adolescentes de un hogar confortable y de una vida a la cual se habían acostumbrados para llevárselos a otra ciudad, bien lejos… allá en Miami, a vivir la vida de exiliado, en una casa vieja y sin pintura, en el medio de un gentío signado por la tragedia de todo un pueblo, ocasionándole al muchacho un nuevo trauma al separarlo ahora de la familia que habían aprendido a querer.
Ese, mis queridos lectores, es parte del drama del pueblo cubano. Por eso es que somos tan sensibles y tan radicales y se nos hace tan difícil hablar pausado y “comer flores”. No es una novela del medio día lo que nos ha pasado a nosotros, es una tragedia nacional que lleva ya cuatro décadas a la vista de todo el mundo y de nuestros vecinos hermanos que nos han mirado – si acaso – con la más absoluta indiferencia; a 90 millas del imperio democrático más grande del mundo moderno, a tiro de piedra de la O.E.A. y de la O.N.U., con una Conferencia Episcopal que jamás se fue de la Cuba que ha visto pasar varios papas por el Vaticano… y para qué seguir contando.
¿Que si apoyaría una “Operación JUAN Pan” para nuestros niños venezolanos? ¡Jamás! ¡Jamás, jamás, jamás, jamás!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!! ¡J A M Á S!
Mi hermano abogado solía decir que era preferible que nuestra justicia absolviera a 100 culpables a que condenara a un solo inocente. Yo lo creo. Si en mis manos estuviera el destino de nuestros niños y de nuestras familias y supiera que tendría que otorgarles un final feliz a unos y un final endiabladamente triste y trágico a otros, ¿a quienes escogería para destruir? ¿A los hijos de Betty, quien me escribe todos los días cada vez que recibe uno de mis “alertas”? ¿A los de María Mercedes que quiere salir a las calles conmigo esta misma tarde a morir por Venezuela? ¿A los nietos de mi adorada amiga francesa, Adrée, a quien conocí en mi lucha virtual como guerrero cibernético? ¿A quién?
Por otro lado, esto no es una isla como Cuba. Cuba ha llegado a un punto en el cual sus más humildes ciudadanos se lanzan al mar con sus hijos en busca de libertad. Si no mueren ametrallados en alta mar por los esbirros castristas, pueden morir de sed, achicharrados por el sol o en las fauces de un hambriento y feroz tiburón. Aquellos que son recogidos por los guarda costas “americanos” antes de tocar tierra libre, son regresados al infierno.
Venezuela, por el contrario, tiene 2.200 km de frontera, la mayoría de ella desolada. En mis tiempos de propietario de caballos de paso, pasábamos de contrabando camiones de caballos desde Venezuela a Colombia para llevar a nuestros ejemplares a las sabrosas ferias de Medellín o Bogotá, luego los regresábamos – también de contrabando -- a nuestras pesebreras en Caracas. Para eso entrábamos a una hacienda cuyo territorio comenzaba en Venezuela y se extendía al hermano país en la zona cercana a Ureña. No conozco a uno solo de mis colegas que no haya utilizado al viejo Antonio para que nos “hiciera el favorcito” de pasar nuestras bestias al otro lado… y de allá para acá, lo mismo.
Fincas, hatos y haciendas como la de Don Antonio abundan y sobran en Venezuela, por donde pasan indocumentados, droga, armamento, carros robados, secuestrados venezolanos que son llevados a territorio colombiano y ahora, de allá para acá, entran contingentes de guerrilleros de la FARC y del ELN. ¡Salir de Venezuela es un verdadero relajo! No dejaría de ser traumático coger monte por “los caminos verdes” con nuestros hijos, sobre todo si se tiene una mujer tan sifrinita y “delicada” como ésta que llevo cargando hace ya casi treinta años. Pero créanme que más traumático podría resultar ser lo otro.
Ahora que tendría que ser sincero con ustedes. No hemos descartado la posibilidad de que mi mujer se vaya a Miami con nuestros dos hijos chiquitos, pero sé que es injusto poner el ejemplo, pues allá tenemos casa y toda nuestra familia. No todo el mundo cuenta con esa opción. Pero en todo evento, si sacamos a nuestros hijos del país, uno de nosotros se iría con ellos. En nuestro caso, yo me quedaría en Venezuela con las botas puestas mientras haya opción de lucha y si se diera el caso que el pueblo no responda al llamado del deber y lo perdamos todos, intentaré reunirme con ellos en un segundo exilio. Pero mientras eso no suceda y no lo imponga la necesidad, nuestros hijos estarán junto a nosotros hasta que la muerte nos separe.
Un fuerte abrazo solidario… como siempre,
Robert Alonso
El Hatillo, 8 de marzo de 2003
* En Venezuela a “Liborio” se le llama “Juan Bimba”